La pasión por aprender es algo que, naturalmente, los niños tienen. Los bebés quieren aprenderlo todo. Nos miran y nos escuchan, ávidos. Experimentan los sabores, texturas y olores. Se tocan y nos tocan, intentan avanzar, se caen, se levantan y lo vuelven a intentar. Pero, a veces, esa pasión natural se pierde y nos encontramos con que niños más mayores han perdido la pasión al aprender.
El aprendizaje es uno de los impulsos más naturales del humano, aunque todos los animales necesitan y se esfuerzan por aprender lo necesario para su supervivencia, el ser humano tiene una extraordinaria curiosidad innata que le hace preguntarse por su propia existencia y por las razones y formas en las que sucede todo lo que les rodea.
Preguntar, tocar, descubrir por uno mismo, errar y volver a plantearse las preguntas prácticas y teóricas es parte de nuestra esencia. En realidad, los niños quieren saberlo todo. La función de los padres y los educadores, más que de profesores o maestros, deberíamos entenderla como la de facilitadores que proponen y estimulan, responden cuando son preguntados y ayudan al niño a descubrir cosas nuevas o dominar técnicas que les atraigan.
Cuando el aprendizaje se convierte en algo excesivamente guiado, encasillado, cuadriculado y solamente valorado por resultados, el placer se agosta, la automotivación se encuadra en lo marcado externamente, y la pasión al aprender puede morir. Vamos a salvar la pasión por aprender.
Los padres como educadores
Primero abordaré lo que los padres podemos hacer para mantener esa curiosidad viva y ese placer creciente. Estimular, responder a las preguntas, saber no interferir en los logros y valorar no lo conseguido, sino el proceso, dejando que sea, sobre todo, el niño el que valore su disfrute en el aprendizaje, serían pautas generales que luego debemos saber aplicar a lo cotidiano y concreto.
Los padres somos los primeros educadores. Nuestros hijos son esponjas que van impregnándose lo que decimos y, ante todo, lo que hacemos, Esto, que vale como premisa sobre el comportamiento, también lo será sobre la adquisición de conocimientos. Mostrarnos curiosos, leyendo, deseosos siempre de aprender cosas nuevas e interesados por las preguntas de nuestros hijos, estimulará su aprecio a la cultura, la ciencia y la sabiduría. Hay que demostrarles que el saber no ocupa lugar y que nunca se sabe demasiado. Ser padres es una labor de crecimiento personal.
El niño que explora
El niño pequeño va a necesitar un entorno seguro en el que explorarlo todo libremente. No quiere eso decir que no debamos intervenir nunca, hay momentos y situaciones peligrosas en las que debemos hacerlo y además, estar siempre alertas para hacerlo. Pero nuestras intervenciones serán mucho menores si el entorno y el espacio son seguros para el niño.
Por eso, nuestras casas tienen que cambiar cuando llega el niño a ellas y ser muy conscientes, nosotros, de los posibles peligros, para, en vez de estar permanentemente dicendo que eso no se toca, haber apartado los riesgos. Las ventanas, escaleras, puertas, picos y muebles deben estar protegidos para que el niño no pueda dañarse y también sería conveniente esconder los objetos y productos dañinos. Nuestro hijo necesita aprender, pero aprender seguro, en un entorno con límites más físicos que verbales.
Además, claro está, el niño pequeño, en pleno proceso de avance psicomotriz, necesita espacios abiertos. Y aunque nuestras ciudades les sean hostiles, procurar que las autoridades se cuiden de ofrecer espacios al aire libre pensados para los pequeños.
Hay cosas que no se pueden hacer, pero el niño necesita poder hacer muchas cosas, y mucho de lo que va a poder hacer libremente depende de que los entornos estén adaptados a sus necesidades de exploración física, pues interiorizar los movimientos y límites del propio cuerpo es indispensable para construir una mente capaz de crecer soberana y libre.
El error, caerse y mancharse, son las más importantes experiencias que el niño pequeño precisa, naturalmente, sentir. Cuando menos tengamos que decir “no”, mejor estaremos contribuyendo a que el niño aprenda por si mismo.
El niño que pregunta
Luego llega la época del niño que todo lo pregunta. Algunas machaconas, algunas absurdas y algunas incómodas. Las preguntas de los niños son su manera de aprender y de comunicar sus inquietudes. En realidad, no hay pregunta a la que los padres no debamos responder. La vida, la concepción, el nacimiento, la muerte, los sentimientos, la forma de animales y plantas, las medidas, los cambios en la climatología, el Sol, la Luna, las estrellas, el viento, el mar, el agua del grifo, el agua que se calienta en la olla, las cosas que caen y las que vuelan, todo eso y mucho más va a fascinarles y a intrigarles.
Si tenemos la suerte de estar ahí cuando todas esas preguntas nazcan, nuestra obligación moral es alimentar a ese pequeño presocrático que quiere saberlo todo sobre la Naturaleza. Además, es un privilegio y un placer que merece que dejemos todo para estar atentos y conscientes, disfrutando de la paternidad. Debemos estar preparados para la edad de las preguntas.
Aprendiendo por ensayo y error
También, y mucho, es indispensable que cambiemos nuestra mentalidad sobre la naturaleza del aprendizaje. Hemos sido, posiblemente, enseñados desde un proceso que marchaba de fuera hacia dentro, una forma de enseñanza que prima al adulto como conductor que lo sabe todo y muestra como se deben hacer las cosas. Hay que desaprender para poder enseñar. Dejar abiertas las posibilidades, dejar que el niño encuentre su camino.
Para poder comer correctamente con cubiertos y saborear la comida hay que embadurnarse antes, tocar, tirarla al suelo, escupir y decidir. Para subir una escalera hay que dejar al niño ir intentando, en este caso presentes para salvarlo de peligros, como va a ir mejor el poner antes una mano o un pie. Dejando hacer, amando la mancha, sin querer controlarlo todo y sin decir si algo está bien o mal desde el primer intento. Solo hay que dejarles intentarlo varias veces, controlando nuestro deseo de control. No nos resultará sencillo, pues tenemos interiorizada la intervención continua, pero os aseguro que es mucho más placentero y efectivo para ellos y para nosotros mismos.
Un ejemplo práctico y una lección de mi “maestro”
Os voy a contar algo que me ha pasado hace poco con mi hijo, que, aunque ya tiene 10 años, es muy significativo y explica como funciona el aprendizaje por ensayo y error. El lo sabe, lo ha interiorizado y se encarga de recordármelo cuando me equivoco.
Estábamos, hace poco, trabajando en el ordenador, con un programa de maquetación que todavía no controla a la perfección. Se encontró con que quería hacer algo pero no lograba conseguirlo a la primera. Yo, impaciente, me puse a explicárselo y tomé el ratón. Amable pero firme me dijo “ si me dejas hacerlo yo, aunque me equivoque varias veces hasta lograrlo, lo aprenderé para siempre porque mis neuronas habrán hecho todo el recorrido del descubrimiento y el aprendizaje será vivencial y se quedará grabado. Si me dices como se hace y guias mi mano, solo seré un espectador, y, aunque lo haga a la primera, no lo habré aprendido por mi mismo, no será significativo y se me puede olvidar”.
La pasión por aprender
Quizá, como educadores, lo más importante que debemos saber es la manera de actuar para que los niños puedan conservar toda su vida el placer por aprender y la pasión al aprender. En el próximo tema abordaré esta cuestión desde el punto de vista de la enseñanza formal y dedicado especialmente a la escuela, el respeto por los intereses del niños y su vocación.
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